Se ve que hubo corrida, porque el parte del día de la guardia del Hospital Evita de Lanús reza entre otros cuarenta y nueve informes que “El cuadro de Alan G. presenta dos impactos de bala y fractura expuesta de clavícula, presumiblemente por atropellamiento, más una epistaxis leve. Fue ingresado a las 4.50 de este lunes, revisado y pasado a la cámara gamma y luego a cirugía. Su condición es estable”.
Un segundo informe da cuenta de una mujer que llegó con nueve de dilatación y rompiendo bolsa, así que el parto fue apenas entre el taxi y el pasillo, asistida por los médicos de la guardia y el Sub Oficial de policía Juan Gonzales, que es a la vez estudiante avanzado de enfermería. Fue una nena y pesó tres kilos y seiscientos gramos, con algo de bilirrubina, así que va a lampara, calculan que unos tres días. Se llamará Clarita “no Clara, Clarita, así, en chiquita.”
Ojalá herede los ojos zarcos de la madre.
Dicho de corrido y sin beneficio de inventario, se puede ver una imagen de Chicago Med. Pero no. Para que esto suceda tiene que haber médicos y médicas, enfermeras, guardias de seguridad, personal de mantenimiento, personal de limpieza, gente en logística, telefonistas, administrativos porque las cosas no existen por la pura necesidad de tenerlas, electricistas, personal de técnica, y más arriba, directores que gestionen, y así hasta llegar a la esfera política que toma la decisión que la naturaleza de su cargo le exige y organizar para que no falle este ejército de mil ochocientos noventa empleados públicos. Esos de los que algunos putean por pura ignorancia azuzados por la mala leche de quienes tienen acceso a los estudios de televisión y promocionan una salud tan privada como impagable.
“Lo difícil fue reconstruir” dice Javier Maroni, director del hospital, con una sonrisa de una esperanza agotadora, mientras lo recorremos interrumpidos sin molestia por personal y pacientes de todo tipo que conocen a este médico que anda por los pasillos “porque si te quedas arriba no te enteras de lo que pasa. La información no sube naturalmente” y el tono no es de control sino de alguien que se ocupa de su trabajo.
El centro del hospital es hoy una huerta verde y brotada bajo el sol y tampoco sucedió por generación espontánea, porque “la gestión anterior lo convirtió en un basural, lleno de ratas y hubo que vaciarlo y limpiarlo y contratar gente para hacer esto que es ahora: un descanso del alma para que los familiares de los pacientes puedan pasear un rato, que es para lo que fue creado”. Casi sería lo de menos si tenemos en cuenta que “la gestión anterior” compró un sofisticado y maravilloso aparato llamado cámara gamma (una herramienta de medicina nuclear de altísimo nivel) y lo dejó arrumbado en un cuarto donde le llovía encima, ocasionando dos perversiones: el gasto de millones para nada y no dar el increíble servicio para el que se compró: fotografiar por dentro a un paciente sin moverlo y detectar desde un cáncer hasta donde exactamente está alojada una bala, o saber el estado de un edema cerebral o pulmonar, o donde está el trombo.
Javier Maroni explica y camina. Solo se detiene cuando frunce el ceño para lamentase al borde del enojo de que “no cuidaron nada. Seguramente los pudo el odio de los detalles de la creación del hospital: Lo hizo Eva Perón, que decía que al pueblo hay que darle lo mejor, entonces le puso escaleras de mármol de carrara, arañas de lujo, espacio amplio, luminoso y ventilado para los pacientes y acompañantes, y hasta un auditorio con butacas de cuero y apoyabrazos de madera de castaño ¡vaya atrevimiento!”. Y ahora vuelve a sonreír. Pero esta vez es un sarcasmo, claro.
Cuando comenzó esta gestión había cuatro camas de terapia intensiva, hoy hay veinte, eso se logra “explicando, pidiendo, y rompiendo las bolas, yo al secretario, el secretario al ministro y el ministro al gobernador. Así funciona porque al igual que en el hospital, la información no sube naturalmente y para gestionar hacen falta recursos, entonces hay que avisar. Yo no pido nada para mí, pero el hospital tiene que funcionar.”
Y no es fácil. Este hospital es un centro UTI, es centro de derivaciones oncológicas, centro de derivación de trasplantes, centro de pacientes pediátricos críticos, y al margen del cotidiano, realiza implantes cocleares y diagnósticos por imagen de gente que llega de todo el país porque “acá, paciente es paciente. Sin preguntas, igual que las mujeres que llegan para hacerse una interrupción de embarazo. Sin preguntas” y de golpe para de caminar y el tono se le pone grave: “Acá llegan, se les hacen los estudios, la ecografía, se les da el tratamiento y luego, si quieren, se les hace seguimiento psicológico y social. Hacemos entre veinte y treinta por día, y vienen de todos lados. Sin preguntas ni cosas raras. Si llegó hasta acá es poque tiene una decisión tomada y eso debe ser respetado. Con la gente no se jode. Paciente es paciente.” Pero no deja nada suelto y a la misma velocidad y sin tomar aire agrega que “acá proporcionamos gratuitamente todos los sistemas de prevención, desde el chip hasta preservativos, la sexualidad tiene que ser plena, cuidada y responsable y nuestra tarea también es educar en ese sentido”.
Esta vez la interrupción es del canillita de toda la vida que le avisa que ya está todo listo para entregar una donación que organizó el barrio: “el pueblo siempre construye, saben cómo hacerlo y quieren hacerlo, y en medio de esto tenés que bancarte que venga gente a joder por joder, como por ejemplo la diputada Florencia Retamoso, esposa de Milman, que viene a sacar fotos de una mancha de humedad…”.
El hospital Evita ya lidió con cosas peores: un día de principio de otoño, fatídico y oscuro para siempre, fue el jueves 31 de marzo de 1977 a las once de la mañana: un grupo de tareas entraba al nosocomio, se dirigía hasta las salas de atención psiquiátrica y sacaba, arrastrándola de los pelos, a la psicóloga Martha Brea, “desde la sala hasta el auto en que la secuestraron. Sabemos que la torturaron, la humillaron y la asesinaron, fue reconocida por el grupo de antropología forense hace un tiempo”.
Esas unidades siguen funcionando y en crecimiento, desde consultorios externos hasta salas de internación y asistencia para pacientes más comprometidos.
La unidad de vacunación COVID se volvió a activar hace unos días por la subida de casos. El grupo de “las chicas superpoderosas”, capitaneadas por la enfermera Alejandra Cano, atienden a cuatrocientas personas por día sin perder el pulso, la suavidad ni las carcajadas de estruendo que mantienen viva la sala. “Durante la pandemia, nadie que llegara al hospital se quedó sin atención ni sin cama ni sin vacunas, y eso que veníamos del desastre de la gestión anterior. Fue un esfuerzo enorme, incluso atendiendo a paciente que las prepagas dejaban tirados. Los salvamos nosotros, la salud pública, los empleados públicos” se cobra con (por primera vez) un dejo no disimulado de suficiencia y orgullo. Y tiene con qué. Todo lo entusiasma, desde el funcionamiento del hospital hasta contar que aquí se dan clases de zumba, talleres de teatro, y cine los miércoles, con café y agua y masitas, para “que la comunidad disfrute también sentados en el mismo auditorio donde estuvo sentado Perón. Solo le agregamos a todo aire acondicionado porque al pueblo hay que darle lo mejor” dice en voz baja como si fuera una manda que se repite a si mismo todos los días.
Se va haciendo tarde y nos despedimos, pienso que recorrer ese lugar enorme y hablar con su gente es una experiencia que debería ser obligatoria. Javier dejó para el final un dato que sabe que ignoro, así que lo suelta como si cantara envido “ah, y además como si fuera poco, acá nació el Diego”.