El 29 de junio de 1986, de la mano del genial “10”, gozábamos de la última gran felicidad genuina futbolera.
“Ellos son famosos, tienen más dinero, son más reconocidos. Pero nuestro pueblo tiene más necesidad de alegría”, expresaba un conceptualmente claro Jorge Valdano el 28 de junio de 1986, a un día de la final del Mundial de México entre Argentina y Alemania.
Sus palabras eran una perfecta síntesis de la coyuntura política y el humor colectivo que se respiraba en aquellos tiempos de heridas no suturadas y convulsiones sociales de un país ansioso de alegrías genuinas en tiempos de democracia, pero no por eso sin sombras ni agitaciones. Alegrías genuinas y puras, de esas que solo el fútbol y otros escasos espacios pueden regalarle a un pueblo sediento.
Palabras de un campeón del mundo y contexto aún vigentes en estos días, 34 años después, en tiempos donde la intervención y la potencial expropiación de una fábrica nacional, el tratamiento del gobierno en la pandemia, las críticas opositoras y muchas cosas más son un caldo que vuelve para condimentar el suculento guiso de la grieta política que aún nos sigue dividiendo, con o sin coronavirus.
Aún golpeaban en la memoria colectiva de los argentinos los resabios de la más sangrienta dictadura militar y la repudiable y cruenta Guerra de Malvinas, donde miles de inocentes fueron obligados por genocidas a dar su vida por una causa absurda. Pero la realidad de ese 1986 hacía difícil cicatrizar cada puñal, ya que los primeros años de democracia no fueron fáciles y la inflación golpeaba.
Con esa carga a cuestas, 30 millones (por ese entonces) de compatriotas encontraban en la posibilidad de levantar la Copa del Mundo por segunda vez en la historia (la primera fue en nuestro país en 1978, logro empañado por quienes señalan aún la injerencia militar en la conquista), oportunidad propicia para alivianar los pesares de masas y unirse en un solo grito, pese al escepticismo que rodeaba al discutido equipo de Carlos Salvador Bilardo.
Contra todos los pronósticos, los descréditos, las críticas despiadadas -en épocas en que no existía la proliferación de las redes sociales, pero el impacto en contados medios solía ser lapidario-, los 22 gladiadores del Narigón se convirtieron en leyenda en la calurosa tierra mexicana, el más perfecto contraste del frío estival de la Argentina en aquel junio.
Victorias cómodas ante Corea y Bulgaria y un empate ante Italia le dieron el pase a octavos a la albiceleste. Luego pasó Uruguay, el bélico clásico del Río de la Plata con pierna fuerte, polémicas, una victoria ajustada y gol anulado a Maradona por supuesta plancha.
Y el inolvidable duelo con Inglaterra que merece punto y aparte, el del mito, el de la más maravillosa obra de arte de la historia pergeñada por el gran genio argentino; pero también el de la Mano de Dios, el que terminó de situar a Diego en la cima del olimpo mundial.
Y pasó Bélgica y otras dos genialidades del “10” hasta llegar a Alemania. Al cabezazo de Brown. Al gol de pizarrón de Valdano y la corrida interminable de Burruchaga tras el pase mágico del gran artista. Para que lo gritemos todos y nos alcemos con la gloria. Divina gloria. Tan añorada en estos tiempos de genios reencarnados y sequías interminables.