El 25 de septiembre de 1971 el argentino brindó una de sus mejores actuaciones al vencer al estadounidense por nocaut técnico en el mítico escenario porteño.
Del centenar de peleas que hizo Carlos Monzón y de las quince en las que estuvo en disputa el campeonato mundial de peso mediano, una de las más brillantes fue la que protagonizó hace 49 años con el estadounidense Emile Alphonse Griffith en el estadio Luna Park.
El 12 de noviembre de 1970 el santafecino Monzón había dado la gran sorpresa en el Palazzo dello Sport de Roma al noquear en el round 12 a Nino Benvenuti, y tras volver a derrotar al italiano en marzo de 1971, en Montecarlo, principado de Mónaco, se organizó la segunda defensa frente a Griffith, que aunque ya era veterano representaba un riesgo apreciable.
Nacido el 3 de marzo de 1938 en las Islas Vírgenes y criado en Nueva York, Griffith había ostentado el título mundial de peso welter y de peso mediano, sumaba 14 combates titulares y un envidiable récord de 70-11.
Monzón era favorito, pero tampoco tanto: más de cuatro argentinos, incluidos algunos especialistas, dejaban entrever que la conquista del título había radicado en la mala condición física de Benvenuti y que otra cosa, muy diferente, sería obligado a resolver frente al oficio y la jerarquía de Griffith.
Sin embargo, el sábado 25 de septiembre del 71, en un Luna Park que lució imponente, Monzón alcanzó la plenitud y cautivó a un público que hasta ese momento lo miraba con recelo o a lo más lo respetaba.
Bien entrenado, enfocado, mañero, Griffith se las ingenió para mantener la lucha en un plano de igualdad en las primeras vueltas y llegar a la décima abajo en las tarjetas con relativas chances de imponerse, pero fiel a uno de las virtudes que selló su grandeza, Monzón fue de menos a más en las instancias más calientes hasta que en el decimocuarto asalto llegó al máximo de su pasmosa puntería, acorraló al norteamericano y cuando éste se derrumbaba se interpuso el árbitro mexicano Ramón Berumen y estableció el nocaut técnico.
Monzón y Griffith volvieron a enfrentarse el 2 de junio de 1973 en el Stade Louis II de Montecarlo y pese al ya más marcado desgaste del retador, el combate resultó más equilibrado e incluso llegó al último tramo en clave de pronóstico reservado.
Afectado por la muerte de uno de sus hermanos, acaecida pocas horas antes de la pelea, Monzón careció de enfoque, intensidad, presencia real, y advertido del tenor de la situación el entrenador del santafecino, Amílcar Brusa, en uno de los intervalos sujetó a su pupilo fuerte de las patillas y, palabras más, palabras menos, le dijo: “¿Qué le pasa? Vaya, Carlos, vaya y gane esta pelea. Hágalo por la memoria de su hermano, por sus hijos y por todos los argentinos que lo están mirando”. Tocado en su amor propio, Monzón cumplió de forma estricta con la consigna de su maestro, recuperó el centro del ring, dominó y ganó por puntos en fallo unánime.
Pero su jornada de gloria con Griffith como oponente había sido aquella de la que mañana se cumplirán 49 años.
Nótese que el estadounidense colgó a los guantes con 39 años y 111 pleitos en los que sólo dos veces perdió antes del límite: con Rubin Carter, que en 1963 lo sorprendió en el primer round en la Arena de Pittsburgh; y con Monzón, el 25 de septiembre del 71 en el coliseo boxístico de Corrientes y Bouchard.
Como curiosidad adicional, la vida de ambos boxeadores, que constan en el Salón de la Fama, estuvo signada por episodios trágicos.
Monzón pasó casi siete años en la cárcel, condenado por el crimen de su esposa, Alicia Muniz, y murió a los 52 años en un accidente que tuvo lugar en el paraje Los Cerrillos, Ruta Provincia 1, Santa Rosa de Calchines, Santa Fe.
Por su parte Griffith desempeñó un rol decisivo en uno de los episodios más desgraciados de la historia del boxeo, cuando el 24 de marzo de 1962 en el Madison Square Garden de Nueva York propinó tal golpiza al cubano Benny Kid Paret, que pocos días después murió a raíz de una hemorragia cerebral.
A través de los años persistió la versión de que a la hora del pasaje Kid Paret había hecho una alusión despectiva a las preferencias sexuales de su oponente y de ahí la saña del castigo recibido, con una tácita complicidad del árbitro Rudy Goldstein.
En la biografía de Griffith publicada por Ron Ross en 2013, atribuye al boxeador una impactante reflexión: “Maté a una persona y la mayoría me entendió y me perdonó. Pero amo a un hombre y muchos piensan que es un pecado imperdonable, que eso me hace una mala persona. Así que, aunque nunca fui a la cárcel, estuve preso casi toda mi vida”.