Bajo la conducción de Edgardo Bauza, el Ciclón logró el título que esperó durante 54 años. Fue el 13 de agosto de 2014.
Los hinchas solemos hacer cuestiones que escapan a la razón con el propósito de “ayudar” a nuestro equipo. A veces repetimos solemnemente ritos que creemos trajeron suerte frente a un córner rival, metemos “cuernitos”, susurramos “kiricocho”, nos tomamos los genitales ante el comentario mufa de un compañero de tribuna o realizamos promesas y sacrificios si la pelota entra donde debe para terminar todos contentos.
Algo de eso tiene esta historia, que hoy cumple seis años y es la de dos hermanos que se la pasaron comiendo chupetines por el sueño de ser campeones de América.
El rito arrancó como suelen arrancar estas cosas, casi sin darse cuenta. Cuando se jugaba el segundo tiempo de San Lorenzo - Gremio por los octavos de final de la Copa Libertadores 2014, Facundo Ferreira sacó dos chupetines de un bolsillo. Habían sobrado del cumpleaños de su hija, el fin de semana previo, y le convidó uno a su hermano Maxi. Mientras lo comían, Angelito Correa destrabó un partido que se encaminaba a un empate en cero. Después de los festejos y con el 1-0 definitivo para ir a jugar a Brasil, le comentó entre risas: “El chupetín al final dio suerte”. Esas cosas que solo se le pueden ocurrir a un hincha desesperado, pero…
No quedó ahí, cuando Facundo llegó a su casa se le ocurrió revisar la bolsa que tenía los chupetines… sí, quedaban seis. Uno para cada uno de ellos para las próximas tres instancias que debería pasar San Lorenzo para ser campeón de América, cuartos, semifinal y final.
Y así las manos de Torrico, la clase de Piatti y los goles de Matos sumaban aliados invisibles en busca de la conquista más esperada del mundo. Había nacido otra cábala para terminar con 54 años de frustraciones: antes de cada juego en el Nuevo Gasómetro, primero con Cruzeiro, por los cuartos, y luego contra Bolívar, en semis, Maxi llamaba a su hermano previo a salir hacia la cancha para que no se olvidara los amuletos.
Pero como las cosas no podían venir tan fáciles, algo pasó antes de la revancha contra Nacional de Paraguay. Y Facundo llamó a su hermano, el mediodía del partido, con una preocupación que solo se puede tener cuando se está por perder una chance que se esperó toda la vida.
- Hola, Maxi. No sabés qué pasó.
- Y… decime.
- ¡Queda un chupetín solo! Revisé todo y el otro no está. Yo había contado bien, pero no está… Alguien se lo comió.
- ¡Me estás jodiendo!
- No, cómo te voy a joder con una cosa así.
- Y bueno, otro no podemos comprar porque eran esos. Llevá uno solo y que sea lo que Dios quiera.
Cerca de las siete de la tarde se encontraron directo en la cancha. Y cuando Maxi vio a su hermano se dio cuenta de que las cosas no iban bien. Estaba doblado del dolor, tirado literalmente en su butaca de la Platea Sur, padecía cálculos en la vesícula, pero en ese entonces todavía no lo sabía. No hubo más opción que ir a la ambulancia que está debajo de la tribuna. Lo revisaron y se lo querían llevar a un hospital público. Pero Maxi decidió tomar la posta y acercarlo hasta el Británico, mientras llamaba a su vieja para que vaya a relevarlo porque él, después de cumplir con su deber de hermano, se volvía volando a ver la final. En el viaje no cruzaron palabra… Excepto cuando Facundo se bajó del auto y le dio algo a su hermano que salía solo para el Nuevo Gasómetro: “Viste, boludo, por algo había un solo chupetín”.