La pianista cautivó al público en el festival que lleva su apellido durante ocho veladas en compañía de la Orquesta Estable del máximo coliseo bajo la batuta de Luis Gorelik, del pianista surcoreano Dong Hyek Lim y de Annie Dutoit como narradora.
Martha Argerich protagonizó este sábado el octavo y último concierto del Festival que lleva su apellido con otra performance cautivante que extasió al gentío que colmó el Teatro Colón y que tuvo como compañía a la Orquesta Estable del máximo coliseo bajo la batuta de Luis Gorelik, al pianista surcoreano Dong Hyek Lim y a Annie Dutoit como narradora.
La notable función permitió escuchar y ver a una artista excepcional como la pianista argentina de 81 años compartiendo la velada con un elenco estupendo en una experiencia artística enteramente disfrutable en su contexto y tal como se ofreció.
En jornadas donde a raíz del Festival y su impacto muchas personas y medios procuraron explicar el “fenómeno Argerich” a partir de comparaciones con otras disciplinas y aristas y hasta recurriendo a retóricas figuras en torno a sensaciones físicas, mejor dejarse cautivar por lo notable de un asunto simple: una mujer acometiendo el piano con un talento desbordante.
Cuando la industria del espectáculo es capaz de validar recitales con hologramas, cantantes que no cantan, máquinas de ritmo sacando hits como chorizos, el playback como recurso y misas masivas con el sacerdote a distancia, resulta difícil de entender que una artista ejecutando músicas maravillosas desde el piano en un contexto majestuoso y en un silencio expectante sin necesidad de artificio alguno, sea capaz de disparar tratados que expliquen tamaña sencillez.
La música, sin necesidad de mayúsculas ni signos de admiración encontró otra vez en Argerich un canal propicio para emocionar, conmover y esparcir la belleza.
La pianista respira a través de esos dedos que irradian la melodía, el contrapunto, la sutileza y también las tempestades en unas interpretaciones que son una invitación al disfrute, una ceremonia de apabullante naturalidad donde la realidad se tutea con lo mágico, donde el hecho artístico viene a recordarnos algunas olvidadas lecciones de humanidad.
Apenas pasadas las 20, una larga ovación –la primera de muchas- recibió a Argerich tras saludar también a integrantes de la Orquesta y a su reconocida batuta para juntos compartir el “Concierto para piano N° 3 en do mayor, Op. 26” del ruso Sergei Prokofiev.
La obra con sus tres movimientos y su energizante consigna que hizo que Argerich acompañara su melodía ladeando la cabeza o agitando su brazo izquierdo mientras con el derecho se acomodaba su profusa cabellera ceniza, tuvo en su piano un derroche de vitalidad.
Dueña de un sonido claro y de un hondo conocimiento del material que forma parte de los standards académicos que sigue trabajando con dedicada inspiración, la artista entregó una interpretación vibrante pero no por ello machacosa sino pletórica de matices capaces de abismarse sin partitura alguna en ese poema, el más popular de los cinco conciertos para piano escritos por Prokofiev.
A la par, en un diálogo sonoro de alto vuelo capaz de la tensión y el acompañamiento con sus variaciones, la agrupación sacó a relucir los recursos humanos y tímbricos que dispone y que permitió el especial lucimiento de su cuerda de percusiones (timbal, bombo, platillos, castañuelas y pandereta).
Esa energía compartida y repartida estalló pasada más de media hora de la encendida interpretación y los vítores se apoderaron de la sala y obligaron a Argerich a repetir por tres veces el saludo de agradecimiento sin poder abandonar el tablado.
Tras un intervalo y mientras se armaba el piano doble y enfrentado para sumar a Dong Hyek Lim con vistas al cierre de la mano de “El Carnaval de los Animales”, de Camille Saint-Saëns; la Orquesta Estable del Colón se lució en la “Obertura Carnaval, Op. 92”, de Antonín Dvořák, bajo encomiable dirección de Gorelik.
Con la pareja de pianistas ocupando el centro del escenario, con la orquesta devenida en grupo de cámara y Dutoit –enfundada en un vestido azul brillante sin mangas- en el extremo derecho junto a una suerte de paje que la asistía y leyendo en francés el texto capaz de ambientar los 14 movimientos de una suite fresca y humorística.
Las graciosas y certeras intervenciones de la actriz, literata, periodista e hija de Argerich y del director Charles Dutoit sobre los diferentes animales convocados a la jauja, tuvieron su correlato musical en piezas breves y eficaces plagadas de guiños y plagios.
Así, la obra que la pianista supo tocar con el brasileño Nelson Freire (fallecido a los 77 años en noviembre pasado) y también con Les Luthiers y la orquesta West-Eastern Divan, bajo la dirección de Daniel Barenboim, apela en “Tortugas” al can-can de la opereta “Orfeo en los Infiernos” pero en modo tan lento que narradora y pianistas acabaron roncando.
El recorrido por las especies y sus características permitió los lucimientos del contrabajista Elián Ortiz Cárdenas en la "Danse des sylphes", de Héctor Berlioz, adaptada pesadamente para referir a “El elefante” y del violoncelista Stanimir Todorov en la romántica “El cisne”.
“¿Qué animal tan raro? Parece una artista. No se arrimen a la pianista que se alimenta de escalas”, recitó Annie mientras con una lupa se acercaba a su madre al prologar el segmento “Pianistas”.
Para el final y en español, la narradora se despidió diciendo: “Las bestias no son las más bestias al final. Y si tienen alguna duda, nos vemos a la salida para el carnaval de los humanos”.
Nuevas alabanzas, la tradicional entrega de los ramos de flores y aplausos y aclamaciones varias sellaron festivamente la velada que clausuró las ocho funciones del Festival Argerich.
Desde el viernes 12 también tomaron parte del encuentro la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires (dirigida por Charles Dutoit y Enrique Arturo Diemecke), Rubén Szuchmacher, Joaquín Furriel, Peter Lanzani, Cumelén Sanz y el pianista Sergei Babayan.
En este espacio que cultiva desde 1999 y que la devuelve a un escenario donde debutó con 11 años, Argerich volvió a poner en acto esa vena indómita y sublime en torno al gesto natural de ofrendar su arte musical que merece ser paladeado como tal.