El presidente saliente no supo o no quiso ver la realidad. Se enamoró de una luna de miel que se terminó el día que le dio la espalda a sus votantes. Y confió en su única arma: ser la alternativa al kirchnerismo.
Casi una paradoja, el resultado de las elecciones es responsabilidad de Mauricio Macri. El actual mandatario, quien llegó a la primera magistratura luego de un proceso de crecimiento y de armado político que le demandó 20 años, perdió todo su capital en cuestión de un año y medio. La sapiencia que supo tener y las estrategias electorales que demostró desde que asumió como presidente de Boca en 1995, se diluyeron ante la primera crisis importante que tuvo que enfrentar. Abril del 2018 fue el momento que, tal vez, dejó marcada la suerte de este 27 de octubre.
Macri no vio ni quiso ver que debía dar golpes de timón a tiempo; que no es lo mismo gestionar y tomar decisiones en una ciudad rica como Buenos Aires que en un país pobre. Que las necesidades son otras. Que el manejo político es otro. Que negociar y buscar consensos es la clave. Y que, tan importante como hacerlo, también es hacerlo a tiempo.
Para cuando se dio cuenta era tarde. Incluso así, no mostró grandes señales de cambio. Siguió encapsulado en ese círculo rojo que no decodificó que la luna de miel llegaba a su fin.
El macrismo, que creció de la mano del “sí se puede”, subestimó el poder del voto e hirió de muerte el discurso de esperanza que lo empoderó. Pensó que la paciencia era eterna. Fue obcecado, caprichoso, soberbio. Perdió la temperatura social y dejó pasar una oportunidad histórica. Abusó de la herencia recibida. Y apeló a la necesidad de cambio durante cuatro años; tiempo en que cometió todo tipo de torpezas que lo obligaron a recular y a recalcular en varias oportunidades. Alimentó la polarización, planteó un escenario de “nosotros o ellos” y cayó en cada uno de los pecados que habían llevado al kirchnerismo a su debacle en el 2015.
Hace tan solo dos años, en las elecciones de medio término, el macrismo había recibido un apoyo que no se correspondía con la realidad económica y social del país. A eso se agregaba un dato clave: no había cumplido con las promesas clave que lo llevaron a la Casa Rosada, como la eliminación del Impuesto a las Ganancias, la quita de subsidios fastuosos, bajar la presión impositiva y la generación de empleos genuinos para ir reduciendo la cantidad de planes sociales. Ni hablar de bajar la inflación.
De todos modos, le asestó un duro golpe al perokirchnerismo. Cristina, con todo el peso de su imagen, no había logrando vencer en la provincia del Buenos Aires a un tibio Esteban Bullrich. Llegó al Congreso, sí, pero se quedó sin el discurso épico y folclórico que le hubiese dado un triunfo.
La lectura, para ese entonces, era simple: durante los primeros dos años de gestión se habían realizado cambios profundos desde el Estado y había que revalidar el rumbo tomado hacia, supuestamente, una mejoría que, en teoría, debería haberse evidenciado en el segundo semestre de 2016. Nunca llegó.
El peronismo se había partido en dos. Y aquellos que alguna vez había revistado en las filas del kirchnerismo, se convirtieron en sus más violentos detractores, como Alberto Fernández y Sergio Massa. Acusaron a CFK y a La Cámpora de cuando delito se pudiese haber cometido desde el Estado. Aseguraron haber combatido desde dentro y haberse ido del sector hastiados de las cosas que vieron. Llamativamente, jamás impulsaron denuncia alguna. A la postre, el porqué sería más que entendible.
Ni Macri ni Marcos Peña ni el resto del círculo rojo comprendieron que le estaban dando la espalda a quienes los habían votado. Sumidos en el discurso de que hacía falta sacrificarse para lograr el éxito, el esfuerzo fue exclusividad de la clase media y baja; de las pequeñas y de las medianas empresas; del sector productivo. En contraposición, los concesionarios de servicios públicos y el entramado bancario y financiero comenzaron a tener márgenes de ganancia extraordinarios. El desgaste social era lógico.
El primero en advertirlo a los gritos dentro de la estructura de Cambiemos fue Alfredo Cornejo. El gobernador de Mendoza y presidente a nivel nacional de la UCR supo ver lo que se avecinaba. Y era, precisamente, esta derrota.
Cornejo es, tal vez, el dirigente que mejor entiende la lógica y la dinámica del peronismo; aun más que muchos peronistas. Sabe que no hay archivo que valga y que la palabra tiene valor escaso o nulo cuando el objetivo del movimiento es recuperar el poder.
El mendocino se abrió a tiempo. Lo sabía. Se anticipó, se separó de la agenda electoral de la Nación y le recomendó hacer lo mismo a María Eugenia Vidal. La gobernadora bonaerense, en un claro gesto de obediencia debida, decidió inmolar su poder territorial.
Apelar a la grieta ética tuvo efecto efímero. Sirvió para ganar en el 2015, para mantener en el 2017, pero se agotó como recurso. Argentina no es un país que se caracterice por tener memoria cívica crítica ni por espantarse por los casos de corrupción. Guste o no, para el inconsciente colectivo son apenas anécdotas. La corrupción está naturalizada en todos los niveles.
Por eso no hay ni hubo reclamos populares por los bolsos de López, por la investigación de los cuadernos, por la eliminación de las estadísticas oficiales o por la tragedia de Once. Apenas reacciones en redes sociales. Por eso, la respuesta desde el kirchnerismo apuntó al blanqueo de capitales que benefició a familiares del presidente o la causa del Correo. Nadie condena la corrupción. Al contrario, la asumen, cruzan acusaciones para ver quién es peor y la justifican por interpretar que es necesaria para la consecución de un objetivo. Robo para la corona. Fundamentalismo.
A la falta de tacto del macrismo se sumó una severa crisis económica internacional, que, en un país como Argentina, tuvo consecuencias demoledoras.
El Gobierno mostró impericia total para enfrentar esa tormenta. Y el cambio de color político se convirtió en una necesidad.
Durante esos cuatro años no hubo nadie capaz de armar una alternativa de poder nueva, promisoria, con caras frescas, sin contaminación; capaz de capitalizar esa necesidad de no quedar prisioneros en esa maldita grieta. CFK lo vio y armó su jugada. Fue pura estrategia electoral. Sumó a quienes hasta hacía nada aparecian como enemigos, como Fernández y Massa. De otro modo, no llegaba.
Las opciones se redujeron a la vuelta de unos o la continuidad de otros. El resto, apenas algunas aventuras electorales, como la de José Luis Espert, José Gómez Centurión, el papel cuasi adolescente de la Izquierda y la burbuja en que pareció atravesar estos meses Roberto Lavagna.
El análisis político se redujo a cuánto habrá de Alberto y cuánto de Cristina en el gobierno de los Fernández. Pero va más allá. La duda es cómo hará el nuevo presidente para lidiar con todos los frentes que se le vienen encima y cuya respuesta debe ser inmediata, certera y sin margen de error.
Ya no es oposición. El poder de la lapicera es suyo. Y desde allí deberá elegir si realiza alianzas estratégicas; si logra establecer bases y puntos de partida para ordenar el país, generar crecimiento y darle previsibilidad; imponer su poder y dejar las divisiones política de lado, o caer en la tentación de los que, ideológicamente, vuelven con sed de venganza.