Los rugbiers que atacaron a Fernando Báez Sosa lo acusaron por el asesinato. Estuvo cuatro días preso, esposado, y durmió en un colchón encadenado a la pared. “Nunca me pidieron perdón”, dice. Cómo vive su cuarentena en Zárate y cómo logró recuperarse. Pablo Ventura, luego de la odisea de su vida. Foto Maxi Failla
La última vez que el remero Pablo Ventura había llorado fue por amor. Pero de eso había pasado mucho tiempo, tanto que cuando por fin volvió a sentir ese sabor salado en sus labios nadie lo podía parar. Ni los dos policías que lo custodiaban en esa celda calurosa de Villa Gesell, ni cuando un agente le acercó un té para que se calmara. El largo y contenido llanto de Pablo había comenzado recién al segundo día de su detención por el crimen de Fernando Báez Sosa. Durante todo el trayecto en patrullero desde su casa de Zárate a la Costa, su cabeza estaba revuelta de preguntas: por qué estoy esposado, a dónde me llevan, para qué, quiénes son esos rugbiers que me acusan de asesino. Y la primera noche en prisión el cansancio lo desmayó en el sueño. Pero ni bien empinó sus casi 2 metros de altura sobre el colchón que le habían improvisado en el suelo, toda esa humanidad se desplomó como una bolsa de arena. Al principio se le nublaron los ojos, luego llegó el tsunami. Y allí quedó, hecho un ovillo gigante sobre el pequeño colchón, los otros dos días que permaneció detenido. Como si alguien le hubiese pegado un bastonazo en el estómago.
-No, no, no lloraba por odio.
Lo dice Pablo a casi 5 meses de aquella pesadilla en la que quedó involucrado por el crimen de un chico al que jamás había visto. Por ese asesinato hay 8 rugbiers presos. Ellos culparon a Pablo cuando la policía fue a buscarlos a la casa de veraneo que alquilaban. "Fue Pablo Ventura", dijeron a coro como una ¿broma? de mal gusto.
-Nunca me llamaron para pedirme disculpas, nunca. Pero no los odio. Todo se paga en la vida. Y si es con perpetua, que sea con perpetua.
Hoy Pablo pasa sus días también encerrado, pero por la cuarentena. Quienes lo conocen dicen que dejó de ser aquel trozo de sombra que era cuando abandonó la DDI de Villa Gesell y volvió a su casa de Zárate. Ahora se lo ve más maduro, menos inocente, pero sin ánimo de venganza.
-¿Sabés por qué lloraba yo que casi nunca lloro por nada? Por la impotencia, quería saber por qué yo, justamente yo, que jamás me había peleado con nadie, estaba encadenado a la pared con las manos esposadas. ¡Así estuve cuatro días! Yo a esos rugbiers ni los conocía. Luego recordé que con uno de ellos había mantenido un cruce de miradas en un boliche, hacía mucho tiempo. ¿Eso alcanzaba para semejante maldad? Lloraba porque quería entender y no entendía nada.
El ataque a trompadas y patadas en el que murió Fernando la madrugada del 18 de enero quedó filmado por cámaras de seguridad y teléfonos celulares. Horas después fueron detenidos diez rugbiers del Club Náutico Arsenal de Zárate que estaban de vacaciones y se alojaban cerca del boliche Le Brique, donde empezó todo. Ocho de ellos están ahora en la cárcel de Melchor Romero. Los dos restantes fueron acusados de "partícipes necesarios" y quedaron en libertad.
A Pablo le costó casi tres semanas volver a dormir toda la noche. Evitó las cámaras desde el día que fue sobreseído y se refugió en su familia. Ni siquiera tuvo fuerzas para ir a la marcha de Fernando que se hizo un mes después de su asesinato para pedir justicia frente al Congreso. Quería evitar la exposición pública. Muchas cosas se habían dicho de él: que los rugbiers lo tenían de punto, que le decían "chiquito" (por lo alto) y lo jodían con eso de 'pie de canoa' por calzar casi 50, que nunca tuvo novia, que era muy tímido y callado, que tenía pocos amigos en la escuela y que solo se sentía bien en el Club Náutico donde practicaba remo. Sin embargo, Pablo asegura que si pudo sobrevivir esos cuatro días esposado en una celda fue precisamente gracias a sus amigos. "El día que me llevaron detenido vinieron a despedirme: todos me dieron aliento y, lo más importante, dijeron que confiaban en mi inocencia", aclara.
Ese sábado Pablo estaba durmiendo la siesta en su casa cuando llegó un móvil policial. Atendió la mamá y lo llamó a José María, su esposo. Allí comenzó la odisea. Le mostraron a la familia las imágenes de un video donde una patota atacaba a un chico tirado en el suelo. "Yo no estuve ahí", se defendió Pablo enseguida. Pero esa misma noche ya estaba arriba del patrullero rumbo a Villa Gesell. Su papá lo siguió atrás con su Peugeot 208, pero a poco de salir reventó una cubierta y no se mató de casualidad. Puso la rueda de auxilio y regresó a Campana a comprar una nueva. Al volver a salir a la ruta ya había perdido a su hijo. Al llegar a la comisaría 1° de Villa Gesell le avisaron que Pablo estaba en General Madariaga. Allí le dijeron que en realidad estaba en Dolores y ahí le confirmaron que debía dirigirse a la DDI de Villa Gesell. Cuando por fin terminó su agotador peregrinaje pidió ver a su hijo. No lo dejaron. Se conformó con ir hasta la esquina a comprarle un sándwich de milanesa con una gaseosa.
"Fue todo lo que comí en cuatro días", aclara Pablo del otro lado de la línea, separando las sílabas para darle más énfasis a sus palabras. Y recuerda aquellos días como una hoguera. "Hacía tanto calor que no tenía hambre. Los días eran eternos y yo ahí, tirado en el colchón, atado a la pared, mirando al techo. No podía usar el celular, ni escuchar la radio, ni recibir la visita de mi papá. Nada. Parecieron cuatro años en el infierno".
¿Por qué tantos días para confirmar que Pablo no estuvo en Villa Gesell esa madrugada trágica? Nunca nadie se lo aclaró pese a que inmediatamente presentó la filmación de un restaurante de Zárate donde aparece cenando con sus padres unas pocas horas antes del crimen.
Pablo dice que aceptó la entrevista con Clarín porque ya se siente mejor y porque la cuarentena lo tiene un poco aburrido. Hijo único, sagitariano, pasa la mayor parte del día entre videollamadas con amigos, juegos online, algo de Netflix y entrenamiento en el jardín. Quiere ser farmacéutico (como sus padres), pero este cuatrimestre confiesa que se anotó sólo en una materia, práctica profesional, porque no está muy concentrado. A los 21 años tiene los oídos llenos de música electrónica, trap, pop, rock. Y de un zumbido que no cesa: la búsqueda de Justicia. ¿Por qué volver a contar su historia ahora? Porque no siempre es cierto que los personajes malos son inolvidables y de los buenos no se acuerda nadie.