En 1977 el genocida Bussi era gobernador tucumano de facto. Esperaba que el dictador Jorge Rafael Videla fuera por el 9 de julio y decidió hacer una "limpieza" de la capital provincial. Cómo fue la cacería de los mendigos y su destierro a una hostil zona catamarqueña.
El 10 de enero de 2004, el general Antonio Domingo Bussi, bajo arresto domiciliario por la desaparición de Guillermo Vargas Aignasse durante su reinado de terror en el Tucumán de la última dictadura, se sentó a leer el diario La Nación. El exhombre fuerte del terrorismo de Estado en la provincia norteña estaba en su ocaso. No había podido jurar como diputado por inhabilidad moral en 1999. Tampoco llegó a ocupar la intendencia de la capital tucumana, acorralado por la reapertura de las causas en su contra, y encima afrontaba el escarnio de que se le descubrieran cuentas secretas en Suiza.
El militar, de 77 años, estaba encerrado en un country, a la espera de un juicio, cuando abrió La Nación y se encontró con un texto titulado “La expulsión de los mendigos”. Su autor era uno de los más grandes periodistas y escritores de la Argentina, oriundo de Tucumán. “Hace mucho oí unos pocos detalles del episodio pero no encontré a nadie que supiera contarlo, hasta que a fines de 2003 el historiador Eduardo Rosenzvaig me hizo llegar precisiones tan delirantes que estarían fuera de lugar en las novelas”, decía en el texto Tomás Eloy Martínez sobre lo ocurrido el 14 de julio de 1977. Un hecho menor en comparación a las atrocidades del Operativo Independencia y la barbarie militar en la provincia, pero de una crueldad absoluta.
El autor de Santa Evita recordó que Bussi debía haber asumido la intendencia de San Miguel de Tucumán pero que la sombra de sus crímenes, proyectada en el fin de la impunidad militar que trajo la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, había derivado en su arresto. Justamente, más de cuarto de siglo atrás, había tomado una decisión de orden municipal que pintaba de cuerpo entero a un acusado de crímenes contra la humanidad.
Un ciudad limpia Tucumán es la cuna de la independencia. Con lo cual, el 9 de julio es una fecha de especial significación en la provincia más pequeña de la Argentina. Es costumbre la presencia del presidente de la Nación y la realización de un Te Deum. En 1977, el presidente de facto era el dictador Jorge Rafael Videla, que no perdía ocasión de recordar que Tucumán había sido el ensayo previo para el sistema de represión ilegal que se extendió a toda la Argentina.
Bussi, que había heredado la comandancia del Operativo Independencia de manos del general Acdel Vilas, era gobernador de facto desde el golpe del 24 de marzo de 1976, quiso celebrar la Independencia de una manera que le hubiera gustado al dictador: con la ciudad reluciente y limpia. Videla no pasó por Tucumán ese 9 de julio y descartó una parada allí en la semana siguiente, cuando recorrió el Litoral. Pero eso no impidió que Bussi llevara adelante su “limpieza”.
La cacería Durante tres días, los militares se dedicaron a cazar mendigos. El periodista Pablo Calvo reconstruyó los hechos en su libro Los mendigos y el tirano. Cargaron a los indigentes, veinticinco en total, en camiones y salieron a la ruta. Los bajaron de a grupos pequeños, con diferencia de varios kilómetros. Así los desperdigaron en la cuesta del Totoral, Los Altos y el puente de El Abra.
Era de noche, era invierno, hacía frío y los abandonaron desabrigados y sin comida. El poder absoluto de un Estado terrorista descargado sobre mendigos. Sigue Martínez: “Fue allí, en medio del desierto, donde los esbirros de Bussi desembarcaron a los mendigos. Eran quince o veinte, ya nadie lo sabe. Conocí a algunos de ellos durante la adolescencia, y pasé horas hablando con dos, al menos -el Loco Vera y Pachequito-, porque uno sabía canciones de las que ya nadie se acordaba, y el otro decía haber asistido al Juicio Universal, como el místico sueco Emanuel Swedenborg. Allí había aprendido quiénes eran los buenos y los malos de este mundo”.
Horas más tarde, habitantes de poblados catamarqueños de los departamentos Santa Rosa y Paclín se encontraron con personas desconocidas, que había salido de la nada, harapientas, con hambre y al borde de la hipotermia. “Las bolsas de agua caliente surtían efecto y los moribundos iban resucitando. Pedían mate con bombilla, pero lo recibían en taza. Querían volver a su tierra y dejar atrás ese cielo poblado de caranchos y otras aves carroñeras”, escribió Calvo en su libro.
El caso salta a la luz Roberto Vera, periodista del diario catamarqueño La Unión, y que además era juez de paz en la localidad de La Merced, publicó la noticia y le generó un pequeño terremoto a Bussi. El gobernador de facto de Catamarca, coronel Jorge Carlucci, sospechó desde un primer momento de su colega de Tucumán ante un hecho que había sorteado la censura.
Acorralado ante lo imprevisto, Bussi trató de cubrirse y cargó la responsabilidad sobre la policía tucumana. Días más tarde, en una entrevista con El Sol de Catamarca, hizo llegar a los catamarqueños “las más sinceras excusas por este ingrato episodio”.
Los mendigos regresaron a Tucumán, a sus vidas anteriores a la redada, portadores de un relato que nadie podía creerles. Calvo destaca que un mes más tarde se halló un cuerpo en La Salita, cerca de Los Altos, y que tenía una cuchara en una mano. Justamente, era el rasgo distintivo de los hombres abandonados en el desierto, acaso porque acababan de comer antes de ser subidos a los camiones.
Uno de los mendigos abandonados jamás volvió a ser visto. Se llamaba Luis Ferreyra, y antes de vivir en la calle había trabajado en un ingenio azucarero, la actividad por excelencia de Tucumán, devastada en los años previos a la dictadura. La denuncia a la que accedió Calvo deja un dato inquietante: en su juventud había integrado el cuerpo de Granaderos a Caballo entre 1947 y 1948. O sea, había sido miembro de la custodia de Juan Domingo Perón.
En democracia Al volver la democracia, Bussi halló un resquicio del que también se aprovecharon otros militares de la dictadura: reciclarse a través de la política. Entró en escena en 1987 con el partido Bandera Blanca, antecedente de lo que sería Fuerza Republicana. Sus votos fueron clave para que en el Colegio Electoral no ganara el radical Rubén Chebaia, hijo de un desaparecido.
Cuatro años más tarde, y tras el descalabro del gobierno provincial peronista, Bussi se vio a las puertas de la gobernación por Fuerza Republicana. Pero el justicialismo sacó, como as de la manga, a Palito Ortega. En 1995 no fue posible evitar que Bussi, por las urnas, llegara a la gobernación. Tenía un arma sobre el escritorio, como se vio en una foto.
1999 marcó el principio del fin. Su hijo Ricardo perdió para gobernador ante el peronista Julio Miranda. El peronismo gobierna desde entonces. Pocos meses más tarde, el Bussi padre no pudo asumir como diputado y el pasado regresó en 2003 para pedirle cuentas. Dedicado a su defensa en el arresto domiciliario, se encontró con el artículo de Martínez, sintió su honor mancillado y le entabló querella por calumnias. Pretendía un resarcimiento por 100 mil pesos por haber sido llamado "feroz exterminador de disidentes" y "tiranuelo de Tucumán".
En marzo de 2006, la Justicia rechazó la demanda y Bussi debió afrontar las costas del proceso. Dos años más tarde, fue condenado a perpetua por el crimen de Vargas Aignasse, junto con Luciano Benjamín Menéndez. Murió en 2011.
Su estirpe política se continúa en Ricardo, el hijo, que ocupa cargos públicos desde 1997 a la fecha. No es exactamente un candidato anti sistema. A Javier Milei mucho no me importó y, pese a despotricar contra la “casta”, apostó a Bussi (h) para las elecciones tucumanas. Los caminos se cruzan: el economista que dice defender la libertad como valor supremo fue asesor del genocida.