La muerte del magistrado a los 70 años, me hizo recordar un almuerzo que compartimos tras su jubilación. En ese encuentro, escuché una anécdota que me impactó por su precocidad.
En septiembre de 2016, entrevisté a Norberto Oyarbide en un restaurant de Puerto Madero. Después de 40 años en la justicia y de 21 como juez federal, había aceptado jubilarse frente a la amenaza de un juicio político. En su mesa de siempre, tomando champagne, ahora Oyarbide era un jubilado. Es muy impresionante la pérdida del poder. Las mismas personalidades de la política que antes se le acercaban con simpatía impostada y le daban charla, ahora apenas lo saludaban de lejos. Lo vi con mis propios ojos. Entraron al menos dos famosos al salón, el exjuez estiraba su mano, casi invitándolos a sentarse, y del otro lado un saludo frío. Ya no había besamanos. El único que venía era el mozo.
Oyarbide, en pleno duelo por la pérdida de su influencia, oscilaba entre la tristeza y la bronca: creía que había sido un chivo expiatorio de una –según él- falsa depuración de la justicia, y que todos seguían ahí menos él. “¡El jubilado soy yo! ¡Soy el único que está afuera!”, se quejaba. El título de la nota fue: “En la justicia, siguen las mismas personas, ahora ajustadas a la nueva melodía política”. Allí se victimizó, dijo que fue apretado muchas veces durante su carrera para fallar por determinados intereses, aunque no quiso dar nombres.
Le haré una confesión que no se la hice ni siquiera al papa Francisco. Cuando era niño, vivíamos en una hermosa localidad entrerriana llamada Villa Elisa, en una casita muy humilde donde mi papá Gregorio tenía su peluquería. Mi padre era un galán muy requerido por las mujeres y yo lo sorprendí en situaciones de infidelidad.
- ¿Qué recuerda de aquellas escenas?
- Yo tenía 5 años cuando descubrí a mi padre besando en la boca a una dama que no era mamá. Él vio que yo lo descubrí y me prohibió hablar. Me dijo que tuviese mucho cuidado. Esas palabras me quedaron grabadas como si hubiese sido Hitler el que me estaba hablando. (se le humedecen los ojos) Yo jamás abrí la boca.
Un emblemático beso prohibido que no vio fue durante el juicio a Ricardo Jaime, acusado de recibir dádivas de los empresarios que tenía que custodiar. Oyarbide dijo que los mails encontrados en las computadoras de la mano derecha de Jaime, que evidenciaban el ilícito, no se podían usar como prueba porque esas computadoras pudieron haber sido violadas por falta de custodia. O sea: ¿quién asegura que durante la noche unos pícaros ratoncitos no entraron a las máquinas y escribieron 2 mil mails? (cifra real).
Tan protegido se sintió en este acuerdo cómplice con el padre (la política, el poder) que sabía que podía ostentar sin riesgo. De su vida privada se dijo de todo, pero lo cierto es que tuvo una pareja muy duradera y a la que le fue muy fiel: la Federal. Durante años, se cuidaron y protegieron mutuamente.
El 11 de septiembre de 2001, mientras todos mirábamos cómo caían las torres, el Senado peronista salvó de la caída al juez de Espartacus. “Te salvo del juicio político para que después me salves”. Oyarbide se transformó en San Expedito, el de las causas urgentes.
Volvamos al almuerzo. Mientras tomaba champagne, Oyarbide provocaba: “Los jueces tienen un deseo de permanecer en el poder, porque el poder es adictivo, como la cocaína. El poder te hace sentir como un ser que no pisa la tierra sino que camina un poco más elevado”.
Interesado por la grafología, al final del encuentro me pidió que firme sobre un cuaderno para analizar mi personalidad. Luego yo le pedí que haga la suya y le pregunté qué significaban esos trazos:
Me contestó sin dudarlo: “Norberto Oyarbide, alguien que empezó de muy abajo y se elevó a lo más alto”. Ya no estaba en lo más alto. El principio del fin.