La rebelión de Donald Trump contra el resultado electoral, denunciando trampas y fraudes sin poder demostrarlo (ni convencer a los dirigentes republicanos) parece encauzarse a un fracaso absoluto. Los hechos le demostraron que cuando las instituciones funcionan el poder tiene límites. En definitiva, ya se sabía que el 20 de enero a las 12 del día iba a tener que entregar el gobierno a Joe Biden, pero Trump recién pareció aceptarlo cuando el Capitolio, con la conducción de su vice Mike Pence y de los que fueron sus espadas parlamentarias, consagró al nuevo presidente. Pudo haberlo hecho sin violencia y sin causar cuatro muertes.
Esta actitud antidemocrática sorprende porque en ese país desde hace más de dos siglos no se registraba un episodio parecido. En América Latina es frecuente. Néstor Kirchner nunca reconoció la derrota que sufrió en 2009. Su esposa, en 2015, protagonizó un sainete parecido, pero incruento, cuando se negó a ceder los atributos del mando al presidente elegido por la ciudadanía. Pero dos años después sus diputados alentaron a una movilización violentísima destinada a impedir la sesión parlamentaria donde se iba a aprobar una reforma jubilatoria. Evo Morales, que pasó por encima de la Constitución, intentando una reelección que no estaba contemplada, ante la movilización en las calles renunció anticipadamente a la presidencia y denunció un golpe de Estado nunca verificado. En Venezuela, una crisis política y económica muy profunda facilitó el triunfo del chavismo y, tras la muerte del líder, Hugo Chávez, lo que quedaba de las instituciones y hasta el sentido común naufragaron.
Y en este punto aparece un factor esencial para la institucionalidad: la credibilidad. Pero no es la credibilidad de un presidente o un partido, sino de un sistema completo.
Los seguidores de Trump que invadieron el Capitolio con disfraces atávicos estaban movidos por los mensajes del presidente, pero también por las cadenas de comunicaciones que describen a los demócratas en términos satánicos. Los mensajes apocalípticos son siempre argumentos de la violencia más irracional. La idea que repiten esos tuits, de la destrucción inminente y planificada de todos los valores evoca a Torquemada y a Savonarola, autopercibidos "iluminados" del siglo XV, o los ayatollah de Irán, que hace un mes ejecutaron a un periodista porque los criticaba.
Nada permite ver en Donald Trump a un líder religioso ni a un virtuoso de la moral, pero genera fanatismo.
En Estados Unidos y en el mundo, el crecimiento económico y la expansión de China, la certeza de que el centro de la civilización comienza a desplazarse hacia el Océano Pacífico y la sensación de un reacomodamiento mundial alimentan temores fóbicos.
Pero en este caso el temor más grande, el componente "satánico", nace del crecimiento del progresismo posmarxista, que aterra a los conservadores ante la inmigración, la fluctuación de valores civilizatorios, la perspectiva de género, los derechos de los homosexuales, los derechos de los grupos crecientes de excluidos y hasta la misma Europa.
El pensamiento "deconstructivo", antioccidental, sobreactuado en muchos sectores con pretensiones refundacionales, desborda el ámbito académico, influye en la política y tiene su contrapartida en los fundamentalismos de otro signo, los reaccionarios.
El mundo del siglo XXI navega en el desconcierto.
Trump puso en jaque a las instituciones de la democracia más antigua. Pero el problema de fondo es la transformación de las relaciones entre naciones y culturas.
La globalización económica, la democracia representativa y hasta los organismos internacionales están en crisis y esa crisis estalla, cada vez con más frecuencia y virulencia, en cualquier punto del planeta.